Comentario
Absorbido por este torbellino, lo curioso es que el artista etrusco llegue en ocasiones, a resistir. La defensa será breve en el sur de Etruria, capaz tan sólo de dejamos en la Tarquinia del siglo III algunos sarcófagos con dignos retratos y ciertas pinturas con escenas y figuras de ultratumba (Tumba de los Anina, Tumba del Cardenal); pero en el norte, más lejos del influjo abrumador de Roma, la plástica tirrena logrará concentrar sus fuerzas y sobrevivir hasta principios del siglo I a. C.
Allí, en efecto, llegarán aún los escultores a acometer obras de excepcional envergadura: sirva como testimonio el gran frontón en terracota del Templo de Talamone, donde la leyenda de Eteocles y Polinices se desarrolla entre un revoltijo de carros, combatientes y genios funerarios alados que rodean, aun ignorándolo, al desesperado y ciego Edipo.
Sin embargo, no son obras tan aparatosas las que nos permitirán, en los últimos momentos del arte etrusco, conservar un grato recuerdo de su creatividad. Volvamos más bien la vista a las numerosísimas y siempre variadas urnas cinerarias que se multiplicaron durante el siglo II a. C. y que sirvieron de último reposo a los habitantes de Volterra, Perugia y Chiusi.
Estas urnas pequeñas, como cofres coronados con la figura reclinada del difunto, constituyen, por decirlo de algún modo, el testamento del arte tirreno. Talladas en material tan blando como el alabastro, o modeladas y a veces sencillamente hechas a molde en barro, mantienen todo lo esencial del arte etrusco-itálico, y su legado definitivo para el mundo romano. Vemos así que en sus frentes menudean, entre copias más o menos fieles de composiciones helenísticas, los más perfectos relieves honoríficos de toda la historia etrusca: en unos aparece un noble magistrado despidiéndose de los oficiales que le sirvieron en vida; en otros, el aristócrata avanza en carro, precedido de lictores y acompañado de músicos; otros, en fin, muestran el pausado avance del muerto, reclinado en su carruaje fúnebre, hacia la necrópolis. Y en todas estas imágenes se mantienen incólumes las leyes del género. La composición paratáctica, la jerarquía de tamaños, e incluso un planteamiento popular destinado a larguísima pervivencia: el que permite ver en un objeto su aspecto lateral y, a la vez, su visión de frente, como si la mirada lo rodease.
En la tapa, por su parte, se nos presenta el difunto: en su imagen se concentra también en síntesis toda la tradición. Su postura de comensal se remonta al arcaísmo. Su desproporcionada cabeza nos llevaría hasta el Centauro de Vulci. Y sobre todo, aunque hay excepciones, la pasión por el retrato realista inspira a los mejores artífices: en unos casos, identificamos la vulgaridad o la molicie del que los romanos llamaban obesos etruscos; en otros, la mirada y el gesto displicente del orgulloso aristócrata; en otros, la energía del hombre apegado a la tierra, siempre con sus minuciosas arrugas y con un tratamiento seco y directo. Casi no necesitaríamos ese gran bronce llamado el Arringatore, puente reconocido entre el arte etrusco y el romano en los primeros años del siglo I a. C., para identificar estos retratos con lo más fecundo de la futura trayectoria romana.